Por Ciro Alegría
LOS COMIENZOS
Cierto día de 1832, un jóven de 20 años nacido en los bosques de
Catskills, decidió abandonarlos y marcharse a Nueva York. Llegó a esta ciudad
navegando a lo largo del río Hudson, en una balsa de madera que había
construído con sus propias manos. La urbe creciente lo absorvió de igual modo
que a los miles de hombres que llegaban a ella en ese tiempo, y nadie habría
podido imaginar que el joven balsero iba a convertirse, con los años, en el
constructor del ferrocarril más alto del mundo. Pero antes de domar la abrupta
naturaleza de los Andes peruanos tendiendo dos paralelas de hierro que
atraviesan 32 túneles y puentes que parecen prendidos de las nubes, tuvo que pasar
por muchos éxitos y fracasos e inclusive llegó a ser fugitivo de la justicia.
Se llamaba Henry Meiggs, en Nueva York inició un negocio de
maderas y, a la edad de 24 años, ya se había destacado en ese campo y adquirido
una regular fortuna. Así en 1837, una crisis financiera lo arruinó. Si descontamos
el viaje en balsa, Meiggs iba a probar por primera vez su fibra, consiguió rehacerse.
Pero en 1842 otro pánico financiero lo quebró de nuevo. Jamás la lucha fue cosa
a la que Meiggs temiera y, aún en los peores días, la sonrisa no faltó en sus labios.
Volvió a levantar su negocio de maderas y hasta añadió un poco de música al
asunto. Esta no es una manera de decir. Por aquel tiempo organizó una sociedad
musical y financió conciertos gratuitos en Battery Place. Fue el primer
promotor de conciertos al aire libre en los Estados Unidos.
En 1848 se descubrió el oro de California y Meiggs fue también
atraído por el brillo deslumbrador de la riqueza. Como tenía talento comercial,
debía tomar su parte de un modo menos simple que removiendo y lavando las
arenas. Abarrotó de madera un pequeño barco y, viajando alrededor del Cabo de
Hornos, llegó a San Francisco en 1849. La venta fue rápida y la ganancia cuantiosa:
cincuenta mil dólares.
Contra lo que hubiera podido esperarse, Meiggs no se dedicó a
trabajar por su cuenta de inmediato. Quería conocer los negocios desde su base
y entró a trabajar como simple operario de un aserradero, no sin que su habilidad
para coger los dólares que andaban sueltos le hiciera instalar un negocio de
lavado. En medio del torrente de oro, costaba ocho dólares el lavado de una
docena de camisas y quienes no deseaban pagar tal precio, tenían que mandar su
ropa sucia a China, en viaje de ida y vuelta. Meiggs compró un barril de manteca
y lo hizo partir en dos, -todo lo cual le costó la elevada suma de 16 dólares-
y estableció una lavandería asociando a su empresa a una amazona australiana y
sus dos hijas. Siendo tan hábil para hacer dinero como generoso, después de
algún tiempo, al fundar un aserradero y un almacén de maderas, regaló el
negocio de lavandería a sus socias. Ellas, tuvieron bastante quehacer con la
tierrosa ropa de los pródigos mineros enriquecidos y retornaron a Australia
llevando ahorros que ascendían a $ 25,000.
Por su lado Meiggs, siguió prosperando. Adquirió un bosque en el
pueblo Mendocino y dió trabajo a quinientos hombres. El negocio creció hasta
que tuvo necesidad de doce aserraderos y de muchos pequeños barcos y chalupas
para acarrear la madera. Su fortuna pasaba ya de quinientos mil dólares.
Construyó hoteles y entró en negocio de casas y propiedades. Su gusto por la
música continuaba latente y llevó a San Francisco a los mejores artistas.
Combinando la audacia con la honestidad en ese tiempo de grandes especulaciones,
ganose un apodo poco frecuente. Se le llamaba «el honrado Meiggs». Llegó a ser
regidor y teniendo muchos amigos, tanto entre los pobres como entre los ricos, disfrutaba
de una gran importancia social en San Francisco.
Muy pronto, sin embargo, había de ser perseguido como un criminal.
El había invertido su dinero en tierras y casas, y esperando que el valor de
las propiedades subiera, pidió dinero a crédito. Entonces comenzaron a dibujarse
las señales de la crisis económica que fue el resultado de la fiebre del oro.
Nadie compraba. Usureros prestamistas explotaban a Meiggs cobrándole hasta el
10% mensual y él, aquí y allá, se iba entrampando cada vez más. Llegó a deber
más de $750,000 y no había podido vender más. Entonces, entendió claramente que
el día de su ruina estaba próximo. Podía quedarse en San Francisco e ir a la
cárcel o fugar para rehacerse y pagar más tarde. Se decidió por fugar. Compró
el pequeño yate América, lo abasteció de alimentos, contrató uan tripulación y
por último se embarco acompañado de su mujer, sus tres hijos y su hermano Jhon,
diciendo a sus amigos que iba a tomarse unas vacaciones. Esto ocurría el 3 de
Octubre de 1854. Algunos acreedores sospecharon sin embargo y, puestos al habla
todos, vinieron a descubrir la quiebra de Meiggs. Mientras tanto la falta de
viento había impedido que el América se alejara y los fugitivos permanecían a
las afueras del puerto, envueltos en la célebre niebla de San Francisco. Cuando
ésta despareció por un momento, el yate fue descubierto y los acreedores
salieron en su persecución, muy bien provistos de armas, en vapor de dos
ruedas. Hubo un momento en que Meiggs vió llegar el fin y se encontraba ya
despidiéndose de sus familiares, cuando su buena estrella brilló una vez más,
una de las ruedas del vapor se rompió y, mientras era arreglada, sopló el viento.
El yate América se perdió en el horizonte.
Detúvose en Tahití y después en las islas Titcairn, pero pronto se
dio cuenta de que en esas tierras de ensueño no había lugar para su espíritu de
empresa, y puso proa hacia el continente. Llegó a Talcahuano, después de seis
meses de navegación, con las provisiones y el dinero exhaustos y la tripulación
amotinada. Calmó a ésta dándole el barco en pago y él puso el pie en tierra chilena
encontrándose tan pobre como cuando llegó a Nueva York en balsa. No tenía con
que alimentar a su familia ni sabía el español. Entró a trabajar de peón en una
de las pequeñas vías de ferrocarril que estaba construyéndose en el valle
central de Chile. Como en San Francisco, esto le permitiría también conocer el
trabajo a fondo. Iba a decir adios al negocio de maderas que tan ligado estaba
a su vida, para dedicarse al de los ferrocarriles en el cual, años más tarde,
se deslizó como sobre rieles. Pero la iniciación fue difícil. Durante mucho
tiempo, supo lo que era trabajar de sol a sol sintiendo que el polvo se volvía
barro sobre su cuerpo sudoroso. Como peón aprendió el español, se dio
perfectamente cuenta de los problemas
ferroviarios que confrontaba Chile, y lo que era más importante aprendió a
conocer al pueblo. Este conocimiento del hombre del pueblo latinoamericano, que
le proporcionó la necesaria habilidad para tratarlo, fue parte importante de su
éxito. De peón ascendió a contratista de pequeños tramos, y se instaló en la
ciudad de Concepción.
Pero sus dificultades con los norteamericanos
estaban lejos de terminar. San Francisco le había seguido la pista. El gobernador
de California, Bigler, pidió su extradición y ella fue demandada ante el Ministeririo
de Relaciones Exteriores de Chile, Antonio Varas, por el Ministro Norteamericano
Starkweather el año 1855. No había tratado de extradición en ese entonces y el
ministro Varas la concedió considerando «la seriedad del crimen», cosa que fue
aprobada por la Corte Suprema. Cuando algunos hombres desembarcaron en
Talcahuano y Concepción para arrestar a Meiggs, éste había desaparecido. Seguía
siendo fugitivo de la justicia.
LA FORJA DEL FERROCARRILERO
En Chile tuvo que fugar una vez más, abandonando todos los
trabajos que tenía. Por lo menos, su situación de fugitivo pasó por una tregua
cuando el mismo Starkweather pidió a las autoridades chilenas que, en vista de «ciertas
informaciones», suspendieran la órden de arresto dictada contra Meiggs.
Mientras tanto, éste se había trasladado a Chillán y vivía sufriendo grandes
necesidades. Su esposa, agotada tras años de luchas, no pudo seguir soportándolas
más y murió. El rudo golpe no abatió la fuerza espiritual de Meiggs quien, al poco
tiempo, tuvo que afrontar más dificultades, sin duda las más serias, en relación
con la vieja cuenta que se le quería cobrar en San Francisco.
En Abril de 1857, el propio Bigler, el gobernador de California
que exigió su extradición, llegó a Chile como Ministro de los Estados Unidos.
Bigler había sido y era el más encarnizado enemigo de Meiggs. Creyéndolo un
tramposo, dió de lado a la medida que tuvo por buena su antecesor Starkweather
y urgió de nuevo a Chile para que se hiciera efectiva la extradición de Meiggs.
Quería que la justicia de California lo castigara. ¿Qué le quedaba a Meiggs por
hacer? Otro hombre con menos temple, habría seguido fugando. Meiggs decidió
presentarse ante su enemigo. En tan decisiva como dramática entrevista, Meiggs
expuso al Ministro sus posibilidades e intenciones. Bigler no sólo se convenció
que el perseguido recuperaría su fortuna y pagaría sus deudas, sino que le dispensó
su amistad. Esta llegó a ser muy estrecha y años más tarde, cuando Bigler se vio
envuelto en aprietos económicos, Meiggs le proporcionó, sin que su amigo se lo
pidiera, diez mil dólares.
Pero no debemos adelantarnos. La historia del ferrocarrilero
Meiggs comienza a ser importante cuando, en 1858, recibió un contrato para
levantar un puente sobre el río Maipo. Una insospechada creciente le jugo una mala
partida de llevarse una parte de la construcción, cuando ya estaba casi lista,
pero Meiggs se dió con acrecentados bríos a la faena y pudo cumplir su contrato
dentro del plazo estipulado. Ganó cincuenta mil pesos y mucha fama, pues en ese
tiempo los trabajos ferroviarios estaban en pañales y eran, sobre todo, muy
lentos. Meiggs pasó a ser el hombre que podía terminar cualquier trabajo a
tiempo.
Como consecuencia de ello, obtuvo contratos para construir 145
kilómetros del ferrocarril de Maipo a San Fernando, todo el de Rancagua a
Santiago, y algunos más. Cuando la construcción del largo ferrocarril de
Santiaga a Valparaiso hacía cuatro años que estaba detenida por dificultades
que parecían insalvables, se pensó en Meiggs. Fue llamado entonces por el
Ministro Varas, el mismo que años antes, aceptara su extradición, considerándolo,
acaso, como un hombre poco provechoso para Chile. La entrevista tuvo lugar en
casa de Varas, quien avanzó una propuesta dando comienzo a la discusión. Como
élla se prolongara, Meiggs terminó por sacar un lápiz y, después de hacer
números en los puños de su camisa, dijo: «Señor Ministro, mi última proposición
es ésta: yo haré el trabajo por seis millones de pesos, pero si completo la
obra en menos de tres años, se me hará una bonificación de medio millón de
pesos, además de diez mil pesos por cada mes de anticipación». «De acuerdo»
gritó el Ministro, procediendo a firmar el contrato.
Todo esto sucedía el 13 de Setiembre de 1861. El Congreso aprobó
el contrato al día siguiente y el 16 se puso la primera piedra de la estación de
Santiago. Solo una semana después, cuatro mil hombres estaban trabajando en la obra
y, según cuenta Vicuña Mackena, «la voz de Meiggs, que los obreros comparaban
con los resoplidos de una locomotora, se escuchaban en todo el distrito». La
construcción del ferrocarril llegó a emplear un promedio diario de 12 a 14 mil
hombres, todos chilenos, con excepción de algunos ingenieros y capataces. El
trabajo, contra todo lo que habían vaticinado los rivales de Meiggs, marchaba a
tranco largo, pues los obreros estaban satisfechos. Meiggs los conocía y sabía tratarlos.
El llegó a decir que «el roto» es el mejor trabajador del mundo cuando se le
dirige bien. Un invierno benigno y una perfecta coordinación de las labores
hicieron lo demás.
El ferrocarril quedó terminado el 4 de Julio de 1863 y la primera
locomotora que arribó a Santiago fue recibida entre vítores, por una muchedumbre
entusiasta. Dos meses después, celebrando el acontecimiento, Meiggs dió un
opulento banquete de dos mil cubiertos a lo más representativo de la sociedad
chilena. Pronunciaron discursos los más altos miembros del gobierno, comenzando
por el Presidente de la República, y finalmente habló Meiggs. Al principio lo
hizo en inglés, elogiando a cuantos habían intervenido en la propulsión de los
ferrocarriles en Chile y afirmando que tal obra seguía en importancia sólo a la
de la independencia.
Súbitamente, se puso a hablar en su español aliquebrado para
rendir tributo a los trabajadores. «Y ahora, caballeros, les suplico su
atención más cuidadosa. El honor de la construcción de este ferrocarril no es
todo mío. En gran parte pertenece a los trabajadores quienes, desde el más
humilde peón, me ayudaron con su esfuerzo y su cordial comprensión. Cuando me
comprometí a empezar esta tarea, todo el mundo me advirtió de sus dificultades insuperables.
Me dijeron que era imposible manejar a los obreros de esta región porque eran
negligentes, díscolos e insubordinados. Esta predicción probó ser injusta y
falsa, pues todos los trabajadores, tanto chilenos como extranjeros,
obedecieron en su labor a la voz del honor y del deber. Los he tratado, es
cierto, como a hombres y no como a perros, que era lo que se hacía anteriormente,
y cualquiera que sepa guiarlos y dirigirlos bien, encontrará que se lo merecen.
Es sabido que yo no uso armas. Nunca las he necesitado para defenderme, pues
los obreros jamás me han faltado. Varias veces me he encontrado entre peones
que peleaban con sus cuchillos. Sólo he tenido que decirles «calma, muchachos,
déjense de peleas», para que se separaran inmediatamente...He encontrado en los
trabajadores chilenos gran inteli- gencia, energía infatigable y un alto
sentido del honor. He visto a muchos hombres avanzar con el único auxilio de su
inteligencia, hasta sobrepasar a los extranjeros altamente especializados».
A fin de cuentas, Meiggs no sólo re hizo su fortuna y ejecutó
varios ferrocarriles más, sino que pasó a ser un hombre popular. Todas las
clases sociales lo estimaban. El sabía interesarse en la vida del país. En
1863, un incendio acabó con el templo de la Compañía, causando una pérdida de
dos mil vidas, debido a que Santiago carecía de un cuerpo de bomberos. Meiggs
llegó a ser jefe de uno de los cuatro cuerpos que se organizaron entonces y
obsequió a la ciudad la primera bomba contra incendios, que importó de Boston.
Devoto de la emancipación americana, levantó en Tiltil un monumento a Manuel
Rodriguez, el héroe de la independencia más popular en Chile. Y pensando
establecerse en el país, construyó una excelente mansión residencial que
todavía es conocida hoy con el nombre de finca Meiggs. En esa época comenzó
también a pagar sus deudas, cuya mayor parte estaba formada por las que
contrajo con los usureros que contribuyeron a arruinarlo en San Francisco. La
fama de sus riquezas pasó pronto las fronteras de Chile y de todas partes comenzaron
a llegarle peticiones de dinero o proyectos más o menos fantásticos para realizar
diferentes obras. Hubo días que recibió pedidos que ascendían a 180 mil pesos.
Un deteriorado y amarillento papelote obtuvo una atención especial. Era una
antigua cuenta de la vieja lavandera que, después de las australianas, sirvió a
Meiggs en San Francisco. Fue pagada con una barra de plata que sirvió a la
anciana para vivir holgadamente sus últimos años.
Meiggs que terminó de pagar sus deudas y tenía dinero y una
destacada posición social, pudo haberse dado por satisfecho dedicándose a hacer
una vida fácil. Pero él era, ante todo, un hombre de empresa, un temperamento
que no estaba satisfecho sino en el terreno de la acción. Se interesó durante
un tiempo en la construcción del ferrocarril de Chile a Argentina, que debía atravesar
los Andes, pero como los trámites ante las autoridades demoraban más y más, resolvió
aceptar los reiterados pedidos que le formulaba el Perú. Fue en nuestro país
donde, venciendo a los abruptos roquedales de los Andes para tender el
ferrocarril pasó a la historia como uno de los más grandes constructores.
LA EPICA DEL FERROCARRIL A LA OROYA
En la nueva oportunidad no tuvo que comenzar de peón, como ya lo
hiciera en San Francisco para adquirir experiencia y en Talcahuano por
necesidad de la que sacó también experiencia. Conocía la tela que iba a cortar
y era rico y famoso. Comenzó por lo alto. Y lo hizo dando un fastuoso banquete
a las ochocientos personas que consideró de más alto rango en el Perú y al día
siguiente, por si alguna se le hubiese escapado, puso un anuncio en los diarios
pidiendo disculpas a quienes no recibieron la invitación «por falta involuntaria
de los empleados a quienes encargó el envío».
Meiggs estaba fascinado por la construcción del ferrocarril a La
Oroya, empresa que era considerada casi imposible, pero el presidente Diez Canseco
favoreció en primer término, la construcción del FC del Sur. Este sale del
puerto de Mollendo y escala los Andes para llegar a Arequipa -la segunda ciudad
del Perú- y allí sigue, cruzando mesetas y riscos, hasta Puno, a orillas del
lago Titicaca. Bolivia también resultó beneficiada con la construcción de tal
obra. El lago Titicaca, que hasta ese tiempo era navegado sólo en cortas
distancia por balsas de totora, pudo contar entonces con navegación a vapor.
Meiggs importó de Escocia un barco que fue desarmado en Mollendo y rearmado en
Puno, navegando luego a 12,000 pies de altura entre este lugar y Guaqui, el
puerto boliviano del lago. Desde allí un ferrocarril lleva a la ciudad de La
Paz en cuatro horas. Actualmente nuevos barcos cruzan el lago en una noche y
hay comunicación continua, aunque la mayoría de quienes disfrutan de tal
ventaja, sin duda no la relacionan con el nombre de Meiggs. Él dura en la
historia, principalmente, por lo que en su tiempo se motejó de «ferrocarril a
la Luna».
Pero antes debemos decir que, durante los ocho años que Meiggs
estuvo en el Perú, no solo construyó el singular ferrocarril sino diez en
total. Los otros comunican a los puertos importantes con las ciudades del
interior de la región de la costa peruana. En suma fueron 800 millas de
ferrocarril a un costo de 123 millones de soles, que en ese tiempo estaban a la
par del dólar. La Oroya queda a 135 millas y media del Callao y a 12,178 pies
de altura sobre el nivel del mar. La región es una de las más quebradas y
ariscas del mundo, pudiéndosela comparar solamente con el Tíbet y también una de
las más ricas. La construcción de la vía férrea debía de dar fácil salida a los
minerales de Cerro de Pasco, montaña pródiga en plata y cobre que ha sido
explotada desde los días de la colonia. Antes de que Meiggs llegara, se habían
llevado a cabo muchas investigaciones en torno a la posible obra, pero nadie
había puesto mano en ella. La opinión corriente la consideraba irrealizable y
únicamente el prestigio de Meiggs impedía que el hombre de la calle lo tuviera
por loco. Por decirle algo se le llamó «brujo», lo que, dado el caso, entrañaba
una buena dosis de admiración, pero la presunta vía recibió el mote de
«ferrocarril a la Luna» no solamente por la altura hacia la cual debía ir sino
por que se pensaba que, cuantos la propugnaban, estaban perdiéndose quizá en una
región de vagos sueños.
Meiggs conocía sus propios asuntos. Recibió un adelanto de dos
millones de soles en efectivo y se puso a la obra. Diez mil obreros, formando
largas y espaciadas hileras, comenzaron a bregar, pendiente arriba, haciendo
fulgurar al sol las piquetas y los taladros y rompiendo el silencio milenario
de las montañas con el estruendo de los tiros de dinamita. De esos diez mil, la
mitad estaba compuesta por chinos que placían a Meiggs debido a que no se
emborrachaban, y la otra mitad por peruanos y chilenos. Estos se apresuraban a
acudir al llamado del hombre que, años antes, les había elevado el salario y tratado
bien. Más, cuando comenzaron a alcanzarse grandes alturas, hubo que emplear solamente
indios habituados al aire enrarecido. Muchos de los materiales de construcción
debían ser conducidos en llamas o sobre los hombros humanos por desfiladeros de
vértigo.
Meiggs había dicho antes de dar principio a la obra : «A donde una
llama pueda ir, yo puedo ir». Claro que al decir «yo» no se refería a sí mismo únicamente,
sino a esos diez mil hombres a quienes había comunicado su indomable energía. A
menudo, los trabajadores tuvieron que ser sostenidos sobre las pendientes por
medio de cordeles hasta que pudieran abrir un hueco para afirmar el pie y otras,
ni eso. Permanecían sobre el abismo, a modo de péndulos, hasta barrenar la roca
y meter la dinamita que debía hacerla volar.
136 millas y media no son mucho si se les considera en términos
corrientes, pero si lo son cuando a través de esa distancia ha de tenderse una
línea de ferrocarril que trepa montañas que se lanzan hacia el cielo formando
profundas encañadas, en muchas de las cuales recién se ve el sol a las doce del
día.
El trazo, que mantiene un declive de 4%, comienza en las riberas
del Rímac -el famoso río que pasa por Lima- cruzándolo y recruzándolo repetidas
veces hasta alcanzar las gargantas de los Andes. El problema de ganar altura ha
sido resuelto, en muchas ocasiones, por medio de zig-zags en los cuales el tren
se mueve alternativamente hacia adelante y hacia atrás. Un convoy es así una especie
de lanzadera de los Andes. Los picachos obstructores fueron perforados con túneles
que, en algunos casos, describen una espiral dentro de las mismas montañas. Los
barrancos fueron cruzados con esbeltos puentes de acero y un río tuvo que ceder
su cause al ferrocarril, después de que se lo arrojó hacia otro lado, horadando
una montaña. Muchos riscos tienen, desde sus bases inmediatas, hasta dos mil
pies de altura y una vez hubo que hacer pasar a los trabajadores, sobre cuerdas
de alambre, por encima de uno de los abismos.
Lima queda a 448 pies sobre el nivel del mar y a 39 millas de la
ciudad, o sea en San Bartolomé, la altura es ya de 4,910 pies sobre el
Pacífico, lo que constituye una extraordinario ascenso dentro de esa distancia.
El ferrocarril, sin embargo, trepaba con la misma audacia que las montrañas.
Así continuó avanzando, tramo por tramo, hasta cruzar el desfiladero de
Verrugas con un puente, que, en los tiempos de Meiggs era el más alto del
mundo. No en balde dijo, cuando las dificultades crecían a su paso: «Construiré
el ferrocarril, aunque tenga que suspenderlo por medio de globos». El
ferrocarril a La Oroya continuó elevándose frente a picos nevados de dieciseis
mil pies. Entre Tambo de Viso y el Infiernillo hay sólo una distancia de 10
millas y media y el terraplén asciende 1,153 pies.
La región llamada Infiernillo tiene tal nombre porque es un
pequeño infierno donde los picachos que bordean el Rímac se elevan y ariscan
tanto que el sol apenas llega al lecho del río. El puente que cruza esos
riscos, desaparece entrando en la obscura boca de un túnel cavado en media
peña. Saliendo de él, la ascensión prosigue. Las faldas de las montañas están
cortadas por paralelas de hierro que, de pronto, se dedican a rodearlas dando
vueltas audaces. Ya están allí por fin, según se ve, las cimas de los Andes. El
túnel de La Galera tiene 3,848 pies de extensión y penetra en la tierra por una
ondulación situada entre el «Monte Meiggs» (17,500 pies sobre el nivel del mar)
y dos picachos gigantescos que hay a su izquierda. Ese túnel queda a 104 millas
y media del Callao y 15,645 millas sobre el nivel del mar, es decir a una
altura que es inferior sólo en 136 pies a la cima del Monte Blanco, la montaña
más alta de Europa.
Cuando Meiggs murió el 30 de setiembre de 1877, víctima de un
ataque al corazón, casi todo el ferrocarril de la Oroya, que también se llama
Ferrocarril Central del Perú, estaba hecho y faltaba únicamente el tramo menos
fidícil. El entierro del constructor fue imponente. Miles de personas, a lo
largo de varias cuadras, siguieron el féretro. En el cortejo se apiñaban
obreros con quienes había sudado bajo el sol, estudiantes y profesores a
quienes ayudó con becas, directores y empleados de instituciones de
beneficencia a las que hacía donativos periódicos, representantes de las
autoridades, de innumerables amigos y admiradores de todas las clases sociales.
Como en Chile, Meiggs había tomado parte en la vida peruana como un ciudadano
mas, interesándose en los asuntos locales. Cedió al gobierno un solar para la
Aduana del Callao. A su costa eliminó una montaña de desperdicios y embelleció
Lima con un parque de siete millas de largo. Cuando tuvo dificultades, las
resolvió con ingenio y habilidad. Y tomando lugar para si mismo en el país que
lo había acogido, construyó en el lugar llamado Villegas, situado en la ruta
del Callao a Lima, una mansión de estilo tropical radeada de amplios jardines.
En su testamento dejó dicho que se le enterrara allí, y así se hizo, pero la
cláusula más típica de ese documento erala que disponía que el ferrocarril a La
Oroya fuera terminado con el dinero que dejaba el constructor, si ello se hacía
necesario.
En hombros de una multitud rconocida fue a la tumba Henry Meiggs.
Lejos de su país natal, y ya por el año 1874, ambas Cámaras de la Legislatura
de California tenían aprobada, por unanimidad, una ley declarando ilegal
cualquier acción judicial en contra suya relacionada con cualquier delito
cometido en California antes de 1855. Y progresando desde los estrados
legislativos hasta el corazón del pueblo, una reunión de viejos californianos
realizada en Nueva York en 1875, rindió píblico homenaje a Meiggs, honrándolo
como hombre y pionero.
Por encima de todo, el ferrocarril más alto del mundo quedaba allí
para gloria perenne de Meigss y, por si ello fuera poco, el Congreso peruano
nombró “Monte Meiggs” a la enhiesta montaña que el gran andinista de los rieles
alcanzó y cruzó con su tren. El gigantesco hito de roca desde el cual el tren
otea un vasto panorama de cimas nevadas, es a modo de un símbolo de la vida de
un hombre que la condujo victoriosamente a través de dificultades tan grandes como las mismas
montañas que tuvo que vencer en esa rijosa fracción de los Andes sudamericanos.
(Publicada en tres partes en la columna “Las Letras y la Vida” de
la revista “Mundial”)